Sigmund Freud: de ser el padre del psicoanálisis, a estar un poco loco

Sigmund Freud, padre del psicoanálisis y uno de los intelectuales más influyentes del siglo XX, vivió gran parte de sus días como un diván de carne. Conforme cumplido años, el austriaco fue arrojando manías a sus espaldas que habrían dejado atónito hasta al más empedernido de los psiquiatras.

Se dice que le tenía miedo a los helechos, que era inflexible en sus hábitos y todos los días seguía una rutina escrupulosa: después del almuerzo a la una de la tarde, se levantaba de la mesa y daba un paseo que invariablemente añadía hasta tres kilómetros, siempre a la misma hora, siempre por las mismas calles y siempre con la misma duración. Un estilo que recuerda al Haruki Murakami, aunque el japonés patea bastante más tiempo.

Aunque en las fotos que se conservan de él posa de traje, con corbata, el pelo impecable y una barba bien recortada, Freud no era amigo de los coqueteos. En su armario colgaban solo tres conjuntos que se alternaban a lo largo de las semanas: tres trajes, tres mudas interiores, y tres pares de zapatos. La ropa nueva no le entusiasmaba.

Quien se dedicó al estudio de las fobias y sentó las bases para su tratamiento, fue el modelo de ellas, especialmente los relacionados con los números. Freud estaba aterrorizado por el 62, que era un problema cuando tenía que quedarse en un hotel.

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Algunas versiones también afirman que estaba fascinado con el 23 y el 28, aunque es probable que su interés (como él mismo afirma por escrito) se deba a las periodicidades de 23 y 28 días señaladas a principios del siglo XX por médico, psicólogo y biólogo alemán Wilhelm Fliess, amigo cercano del propio Freud.

Sin embargo, si hubo una costumbre que caracterizo al austriaco, fue su enorme afición por el tabaco. El padre del psicoanálisis fumaba con el primer café del día, por la tarde, por la noche y también se despedía del día entre bocanadas, subidón de nicotina y volutas de humo que subían hasta el techo de su habitación.

Se dice que se apuraba 20 cigarrillos al día lo que, descontando el tiempo que dedicaba a dormir, supone más de uno cada hora. Estaba convencido de que el tabaco mejoraría su productividad y legó a la posteridad frases dignas del reverso de los paquetes de Malboro: “Fumar es imprescindible si no tienes a quien besar”.

 No fue la única droga que cruzó su vida, pues alrededor de 1880, Freud comenzó a consumir cocaína. Tan seguro estaba de sus virtudes para la salud, para favorecer la digestión o para “liberar la lengua” (como escribió una vez a su prometida Martha Bernays) que incluso predicaba sus virtudes con absoluta convicción.

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Su adicción a la cocaína y la muerte se reflejó en sus investigaciones y estudios científicos

En julio de 1887 publicó un ensayo sobre la cocaína, Uber coke, en el que reflexionaba sobre sus posibles aplicaciones en el tratamiento de enfermedades mentales. Uno de ellos, por paradójico que suene, era combatir la adición a la morfina y al alcohol.

En los meses siguientes publicaría otros dos ensayos sobre el tema: Beitrag zur Kenntnis del cocawir kung y Ueber die Allgemeinwirkung des cocaínas, texto, este último, que Freud llego a leer ante la Sociedad Psiquiátrica de Viena. Los textos causaron tanta expectación en un principio como malestar en las décadas siguientes.

El enamoramiento de Freud por la cocaína duro hasta 1896, cuando sospechó que su consumo estaba afectando su capacidad intelectual y provocándole taquicardia. Otros coetáneos suyos que tontearon con el uso médico de la droga, como el estadounidense William Steward Halsted, corrieron peores fortunas y arrastraron adicción a lo largo de la vida.

El médico del hospital de la Universidad Johns Hopkins estaba experimentando con su aplicación para anestesiar pacientes, una investigación en la que se utilizó a sí mismo como conejillo de indias.

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Freud se deshizo de la maldición del polvo blanco, pero no de la maldición del tabaco. En su defensa se puede argumentar que la información de que disponían los fumadores a principios del siglo XX poca tenía que ver con la que manejan hoy.

El ritmo frenético con el que empalmaba un cigarrillo tras otro le acabó pasando factura. A principios de la década de 1920, el austriaco comenzó a sentir dolencias que empeoraron a medida que avanzaban los años.

Se dice que por la misma época sufrió una grave hemorragia oral durante un viaje a Roma con su hija Anna. Finalmente llego el diagnóstico: Freud sufría de un cáncer agresivo que le afectaba la boca. En concreto, y según un estudio promovido hace años por la Asociación de Cirugía Oral y Maxilofacial, padecía un carcinoma en el paladar derecho que luego se extendió al maxilar superior.

El tumor (al que Freud se refirió como “mi querida neoplasia”) le obligó a someterse a 33 operaciones y tratamientos de radioterapia. Los médicos no pudieron restaurar su salud, que estaba gravemente debilitada.

Después de una década y media de investigaciones que no consiguieron detener las metástasis en boca y laringe, Freud decidió poner fin a su sufrimiento. Acudió a su amigo y médico personal, el Dr. Maz Schur y le exigió que cumpliera la promesa que le había hecho 13 años antes, en 1926: no hacerle pasar por un calvario innecesario y estéril llegado el momento.

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Al principio del otoño de 1939, Schur suministró 400 miligramos de morfina a Freud. Las dosis se aplicaron de forma intensiva, en menos de 24 horas, lo que provocó su muerte el 23 de septiembre de 1939.

 La eutanasia se llevó a cabo en la casa donde se había instalado el padre del psicoanálisis en Reino Unido, a las afueras de Londres, donde se había mudado. (Como el propio Schur) para huir del régimen nazi. Poco antes, en 1938 su Austria natal había sido anexionada por Alemania y sus libros quemados públicamente por fanáticos.

El final de Freud y su pacto de 1926 con el doctor Schur entronca con otra de las grandes obsesiones del austriaco, quizás la más potente y sin duda una de las más influyentes en su día a día: su fijación por la muerte.

A lo largo de su vida, el padre del psicoanálisis alimento una fijación que a veces rayaba en niveles dignos de un neurótico macabro. Su biógrafo, Ernst Jones, recuerda que no era raro escuchar a Freud despedirse con un “Adiós, es posible que nunca me vuelvas a ver”.

Otra de sus costumbres era adivinar la fecha de su paso

Si la gran mayoría de las personas son reacias a pensar que algún día se unirán al club de los muertos, pero a Freud parecido gustarle la idea. Quizás en un intento de reírse de la muerte y evitar que lo tomara por sorpresa, uso una calculadora para estimar la fecha exacta que estaría impresa en su lápida.

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Como recuerda el psicoterapeuta Jesús Aayaquica, esta afición se remonta al inicio de su vida adulta. Aunque suene paradójico, estar constantemente preparado para muerte y confiar en sus cálculos le ayudó a sobrellevar mejor los años más sangrientos de la Primer Guerra Mundial.

Cuando tenía 38 años, Freud estaba convencido de que apenas le quedaba una década más de vida. Creía que moriría entre los 40 y los 50 años por un colapso cardiaco y cuando se acercaba a los 60, cauteloso por los problemas intestinales que padecía, se dobló y concluyo que la tumba estaba a la vuelta de la esquina.

Como mucho, intuyó que llegaría a los 62 años, pero de nuevo se equivocó. En 1918, se vio obligado una vez más a revisar sus cálculos y posponer su finalización. La enésima conjetura se hizo alrededor de 1936, más o menos al mismo tiempo que Adolf Hitler realineaba Renania y Freud saltaba de operación en operación para detener su rampante cáncer.

Cuando cumplió 80 años dio por hecho que moriría en unos meses, a los 81. Fue un disparo más certero, pues el padre del psicoanálisis falleció a los 83 años, consumido por la enfermedad y bajo la atenta mirada de Schur. Lo acompañaban su esposa, su hija Anna y su perro.

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“Cuando volvió a sufrir dolores le inyecte dos centigramos de morfina de una jeringa (entre 15 y 25 miligramos). Sintió un alivio inmediato cayó en un sueño pacifico. La expresión de dolor y sufrimiento se habían ido. Repetí la dosis doce horas después. Freud tenía tan pocas reservas físicas que entro en un coma y no volvió a despertar”.

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